EL FARO DE MOTRIL / SE CUMPLEN 60 AÑOS DE LA APERTURA DEL INSTITUTO LABORAL /
SE CUMPLEN 60 AÑOS DE LA APERTURA DEL INSTITUTO LABORAL
(INTRAHISTORIA DE UN NACIMIENTO)
Un grupo de exalumnos de la primera y de la segunda promoción del IES «Julio Rodríguez» ––las que cursaron aquel Bachillerato Técnico de siete años y dos Reválidas que se extinguía con ellos–– ha celebrado el pasado 9 de julio la efemérides que conmemora el 60.º aniversario de la apertura de dicho centro educativo, el primero que abrió sus puertas en nuestra ciudad en el otoño de 1965, en lo que fue un verdadero hito en la historia educativa y cultural de nuestra ciudad. Visitaron las instalaciones de su recordado instituto, siendo recibidos por su actual director, José María Pérez Hens ––también exalumno del centro––, quien les hizo de cicerone y les dirigió unas bellas palabras.
Pero el Instituto Laboral no surgió de un milagro. Tampoco brotó por generación espontánea, aunque llegara a Motril como caído del cielo. No nació, desde luego, de una loable iniciativa del Ministerio de Educación y Ciencia, consciente de las necesidades educativas de esta comarca de la Costa granadina en la que no había un solo centro de enseñanza media público donde los jóvenes pudieran estudiar el Bachillerato bien entrados los años sesenta. No, el instituto surgió ––aunque ya no lo recuerde mucha gente–– de una iniciativa privada, del impulso de un entusiasta y filantrópico grupo humano con afán y espíritu de servicio a la sociedad. Una iniciativa que iba dirigida a una comunidad, la motrileña, que presentaba todavía numerosas carencias y necesidades de todo tipo hacia primeros y mediados de los años sesenta. Ese visionario grupo de hombres había adquirido unos terrenos de secano sembrados de almendros al norte de la ciudad ––en el entorno de lo que hoy sería la calle Ancha––, con la intención de cederlos a la Administración local al objeto de financiar a muy bajo coste la construcción de grupos de casas para la clase obrera, una necesidad perentoria por aquellos años. Dichos terrenos habían sido comprados gracias al dinero obtenido tenazmente a través de una colecta y de una campaña radiofónica a la que titularon: «Motrileño, contamos contigo». Y ese grupo de personas avaló también, por si fuera poco, con su firma, la cantidad necesaria que restaba para la adquisición de dichas fincas rústicas. Una campaña realizada, como digo, a través de las ondas de Radio Juventud de Motril, una emisora perteneciente a Falange, no conviene olvidarlo. La revolución social y cultural motrileña que se estaba gestando de forma encubierta y todavía latente, la que cambiaría de una vez por todas la historia cultural y educativa de esta ciudad, vino, pues, desde dentro. Del corazón mismo del sistema. ¡Lo que son las cosas! Y esos hombres bienintencionados decidieron ceder al Estado una parte de dichos terrenos ––unos diez mil metros cuadrados–– para la construcción del instituto. De una forma completamente desinteresada y gratuita. Esta decisión trajo consigo la oposición de algunos sectores del pueblo, como más adelante veremos. Habida cuenta que la inmensa mayoría de esas personas ––de esos auténticos protagonistas–– ya no viven y no pueden contar las vicisitudes y los sinsabores que tuvieron que soportar con dicha iniciativa, pese al entusiasmo y a la generosidad que ello implicaba, es necesario que alguien haga saber a las generaciones actuales y futuras aquella pequeña gran gesta de este impagable grupo de personas y evoque, aunque solo sea brevemente, cómo surgió, cómo fueron los orígenes y el nacimiento del primer instituto de enseñanza media de nuestra ciudad: el Instituto Laboral. Es de obligada justicia hacerlo. Y ese es el motivo principal de esta carta.
Para empezar, el instituto había sido prometido a Motril a principios del siglo XX y todavía, bien entrados los años sesenta, aún no era una realidad tangible. Otras ciudades andaluzas de similares características y de parecida población a la nuestra ––Cabra, Úbeda, Baeza, Antequera, Guadix, Baza, por citar solo unas cuantas–– ya disfrutaban de alguno desde hacía mucho tiempo. Algunas de ellas, incluso desde hacía décadas. También sabemos, por lo que nos contaron los protagonistas que vivieron la gestación y la apertura del centro y que participaron en la redacción del libro que conmemoraba el 25.º aniversario en 1990, que fue la propia oligarquía motrileña la que se había resistido, tozuda y recalcitrantemente hasta el final, a la apertura del instituto, como lo prueba aquella malévola e infame frase pronunciada por un cacique local y escuchada en un chiringuito de la playa del Pelaíllo, que, todavía, después de tantos años, aún sigue escociendo en la moralidad y en la memoria cultural de esta ciudad: «¿Quién va a labrar y a cortar las cañas de la vega si todos los hijos de los obreros se ponen a estudiar ahora de forma generalizada?». Y es que, con la irrupción en masa de los estudiantes, claro, se reducía drásticamente la posibilidad de encontrar peones para el campo y mano de obra barata para trabajarlo y laborarlo. La Corporación Municipal del Ayuntamiento de Motril de aquel tiempo también puso numerosas pegas y trabas administrativas para el inicio de las gestiones burocráticas pertinentes y para la obtención de la licencia de obras. Eso hay que manifestarlo con claridad igualmente en estas páginas también. Un miembro del primer claustro de profesores, el exsacerdote Miguel Rodríguez Ruiz, profesor de Religión del instituto entre 1965 y 1975, llegó a exponer públicamente las enormes dificultades que entrañaron reunir aquellas diez mil pesetas de la época que se exigían para el inicio de las mismas. Y hasta la propia dirección del colegio de San Agustín, el único centro privado en el que se podía estudiar Bachillerato de forma oficial en Motril por aquellos años, viendo lo que se le venía encima con la inminente creación del instituto, había remitido al Ministerio de Educación y Ciencia un amplio informe aduciendo y argumentando que las necesidades educativas de Motril y de su comarca estaban perfectamente cubiertas con su colegio. Intuían y presagiaban que con la creación de un centro público se les acabaría la exclusividad que tenían y, por tanto, el negocio que habían tenido y gozado hasta entonces. Pero finalmente la apertura del instituto fue posible gracias a que un grupo de hombres perteneciente a las familias más aperturistas y con mayor conciencia social del Régimen, muchos de ellos vinculados a asociaciones locales tales como Acción Católica o a la dinámica Asociación para el Fomento de la Cultura, una asociación integrada por periodistas, empresarios, médicos, profesores, maestros, abogados y algún que otro empleado de banca, liderados por el catedrático de Cristalografía y Mineralogía, Julio Rodríguez Martínez, casado con una paisana nuestra y más tarde ministro de Educación y Ciencia, o el primer director del instituto y antiguo líder universitario sindical del SEU granadino, don Juan de Dios Fernández Molina, pusieron, con entusiasmo y ardua entrega, las mimbres que hicieron posible la concesión a la ciudad de nuestro ansiado instituto que, como es bien conocido por todos, nació como un Instituto Laboral. Es decir, como un instituto de «segunda categoría», según el modelo educativo vigente por entonces. El «instituto de los pobres», como alguna persona maledicente lo llegó a denominar de forma despectiva por aquel tiempo. Tratando de buscar la hilaridad y la mofa entre los paisanos de la clase acomodada. Un instituto ––decían–– que no iba a dar títulos de Bachiller a nadie. Que a lo sumo, allí, entre sus aulas y talleres, los jóvenes «solamente aprenderían un oficio». Solo les daría para eso. Luego, durante los años siguientes, el centro se convertiría en un instituto de enseñanza media normalizado y puntero gracias a los desvelos de don Juan de Dios, quien tuvo la osadía y el valor de ir poniendo en funcionamiento todas y cada una de las fases educativas posteriores del instituto, incluso sin tener todavía la autorización previa o el visto bueno del Ministerio, según nos desveló Miguel Rodríguez en el citado artículo. Esa intrahistoria y esos íntimos y escabrosos detalles se los llevaron aquel grupo de hombres a la tumba. Nunca hicieron alarde público de ello. Y ese instituto de los pobres, al ser el pionero de los institutos motrileños, marcaría, ya para siempre, el destino de la ciudad y permitió que muchos jóvenes de familias humildes de toda la comarca que habían quedado fuera del sistema educativo, tuvieran una oportunidad única y, por tanto, un acceso libre y gratuito al mundo de la Cultura por primera vez en la historia de nuestra ciudad. Recuerdo unas proféticas palabras que nos repetía con énfasis Miguel Rubiño, el primer bedel que tuvo el instituto, quien nos exhortaba con frecuencia en voz alta para que los alumnos de la primera promoción no desaprovecháramos la oportunidad que se nos presentaba como un sagrado regalo: «¡Esto es un tesoro que han puesto en vuestras manos!», nos decía con grandilocuencia. La Asociación para el Fomento de la Cultura, seguiría cediendo terrenos, más tarde, para la construcción de los Colegios Menores ––la que hoy en día es la Residencia Escolar «Federico García Lorca»–– y para un centro de Formación Profesional, el actual Instituto de Educación Secundaria «La Zafra». Por consiguiente, es completamente necesario que estos datos sean conocidos por los motrileños de hoy en día, así como por las actuales y futuras promociones de estudiantes que estudien en dichos centros. Es lo menos que podemos hacer por aquel grupo de hombres, la mayoría ya desaparecidos, para mantener vivo su recuerdo y su esfuerzo. Es de bien nacidos ser agradecidos.
Yo tuve la suerte y el privilegio de ser uno de aquellos afortunados primeros argonautas que se embarcaron con arrojo e ilusión en aquella aventura inicial, en aquella incierta singladura integrada por una inquieta tropa de casi trescientos niños que, en el otoño de 1965, inauguraron el Instituto Laboral de Motril. El primer comentario que quiero destacar en esta carta es que el instituto contó en esos primeros años, probablemente, con la dirección y el claustro de profesores de mayor acusada personalidad y proyección humanística que haya conocido jamás nuestra ciudad. No lo afirmo solamente yo, sino que así lo han manifestado los analistas que se han acercado al estudio de esa etapa tan interesante de la historia cultural motrileña. Los alumnos, como correspondía al disciplinado comportamiento académico de la época, éramos unos jóvenes tremendamente receptivos, cumplidores y deseosos de estudiar y de aprender, pues la creación y la apertura del instituto suponía una oportunidad inédita y única que se abría ante nuestras vidas, como ha quedado dicho. Pero aquellos profesores que vinieron a Motril en el otoño de 1965 para enraizarse entre sus gentes, para quedarse a vivir entre nosotros, eran, por su parte también, profesionales jóvenes y entusiastas que acudían a nuestra ciudad con unas enormes ganas de trabajar y un firme y ferviente deseo de cumplir con sus obligaciones, unas obligaciones docentes y educadoras que ellos llevaron a cabo muy por encima del cometido académico que se les exigía. Y se embarcaron en un viaje en busca del vellocino de oro de la Cultura. Se embarcaron en la aventura de hacer posible y de hacer realidad al fin la educación pública en nuestra ciudad. De una vez por todas. Prestando un servicio a la sociedad de la que Motril había carecido desde tiempos inmemoriales. Todo por la dura precariedad de un tiempo difícil, por la miopía de algunos gobernantes y por la maliciosa actitud de ciertos sectores de la sociedad biempensante motrileña, que no hicieron todo lo posible en su momento por facilitar las cosas, como hemos esbozado brevemente.
Durante los meses previos a la apertura del instituto, los profesores del primer claustro llevaron a cabo una campaña de propaganda para la captación de alumnos, pues se trataba del primer centro público y gratuito donde se iba a poder cursar el Bachillerato en la historia de Motril, algo que suponía un reclamo muy sugerente en aquellos tiempos precarios de tan difícil acceso a las enseñanzas medias. Y una oportunidad única para las clases más desfavorecidas. En las propias aulas del centro, muchos de los aspirantes a bachilleres, realizaron una prueba de nivel, a modo de examen de ingreso, para poder matricularse. Tal era la expectación que se generó en la ciudad, que en ese primer año se matricularon trescientos alumnos, no solo de Motril, sino también de los anejos y de los pueblos cercanos, desbordándose, de tal forma, para regocijo de nuestros profesores, todas las previsiones y expectativas que habían calculado. Ese fue su primer éxito ante la oligarquía local y la contumaz y retrógrada sociedad motrileña de aquel tiempo. Luchando contra las adversidades y las circunstancias que hemos contado. No debió ser una batalla fácil ni cómoda para ellos. Pero para que se conozca en su justa medida la conciencia social de aquellos hombres y su espíritu de servicio, creo necesario contar una historia real que poca gente conocerá y que nos puede hacer ver la integridad moral de su primer director, don Juan de Dios Fernández Molina, y del elenco de hombres con los que se rodeó para embarcarse en dicha aventura. Dado que era la primera vez que ocurría algo así en la historia de Motril, la edad de los alumnos que se matricularon en 1965 era sumamente diversa y variada. Muchos entraron con su edad, como era mi caso: con diez años. Yo había realizado el examen de Ingreso en el colegio de San Agustín cuatro meses antes, un examen que se hacía entonces para ingresar en el Bachiller. Justo el año que el alumno cumplía los diez años, según la normativa oficial vigente en aquel tiempo. Pero hubo muchos alumnos que se volvieron a matricular de nuevo en primer curso de Bachillerato teniéndolo ya aprobado el año anterior, muchos de ellos provenientes de los Agustinos, dado que la enseñanza en este recién inaugurado centro era completamente gratuita. Había alumnos, pues, de doce, trece, catorce o quince años y algunos, incluso más mayores. Uno de los aspirantes de mayor edad era mi recordado amigo, Antonio Miguel Martín Martín. Su padre era peón caminero y vivía, junto a su familia, en una casilla situada junto al túnel de La Gorgoracha. Nuestro compañero había quedado, como tantos otros alumnos que se matricularon ese año, fuera del sistema educativo tras acabar la escuela y se le presentaba, por tanto, un futuro bastante incierto: trabajar como peón en el campo, de albañil o en algún taller mecánico. Su única misión por aquella época consistía en ayudar a su padre en el trabajo de plantar y reponer pinos o en el mantenimiento y la limpieza de las cunetas de la antigua carretera de Granada. Y, en todo caso, recoger en sus horas libres un puñado de piñas de los pinares colindantes a su domicilio, con cuya venta obtener un dinero extra para poder obtener unos mínimos ahorros. Cuando se es pobre, a la familia un niño solo puede ayudarla trabajando, ha comentado recientemente en uno de sus entrañables libros, Javier Pérez Andújar. Así que cuando su madre, María Martín Ortiz, muy preocupada por el porvenir que le esperaba a su hijo, se enteró de que se iba a abrir un instituto en Motril, decidió acercarse a sus instalaciones para entrevistarse con su director al objeto de recabar información. No tenía nada que perder. Algo nerviosa y preocupada, una mañana, después de darle muchas vueltas al asunto, se dispuso, al fin, a bajar andando los siete kilómetros que separaban La Gorgoracha de Motril, por uno de los arcenes bordeados de pinos de la vieja y sinuosa carretera de Granada. Y llegó al instituto. Logró, sin grandes problemas, su propósito de poder hablar con don Juan de Dios, quien la recibió con cordial amabilidad, como era su costumbre, estableciéndose un diálogo entre ambos que, tal como a mí me lo contaron, debió transcurrir de una forma más o menos parecida a esta:
––Don Juan de Dios, he venido a verle porque me he enterado de que va a abrir sus puertas este instituto próximamente y que se están matriculando muchos niños.
––Así es.
––Me gustaría que mi hijo también pudiera matricularse para que estudiara aquí el Bachiller.
––Pues muy bien.
––Pero, hay un problema…
––¿Y qué problema es ese, si puede saberse?
––Es que mi hijo es ya muy mayor…
––¿Y cuántos años tiene su hijo?
––Mi hijo tiene… diecisiete años…
––¡Pues está usted de suerte, porque en este instituto admitimos hoy a alumnos de diez a ochenta años!
La mujer comprendió con aquella frase, con aquella salida en forma de confidencia íntima y velada tan comprensiva y cariñosa de don Juan de Dios, que su hijo iba a ser admitido e iba a poder cursar, por tanto, el Bachillerato en el instituto como un aspirante más. Su sueño se había hecho de repente realidad. Y se volvió para su casa henchida de gozo y con una alegría infinita que le palpitaba y no le cabía en el pecho, al comprender que ese mismo día, por esas mismas fechas, para muchas familias motrileñas de procedencia humilde, había comenzado en nuestra ciudad, en ese instituto que todavía estaba en obras y a medio terminar, «la gran batalla a la incultura», como expresó en un bello artículo de El Faro el propio Julio Rodríguez. La lucha contra la injusticia social y la igualdad de oportunidades de las que hablaban las autoridades académicas. Los siete kilómetros de vuelta hacia su domicilio, pese a ser esta vez cuesta arriba, ya no le causaron fatiga ni le pesaron en las piernas.
Yo, todavía, me parece estar viendo a su hijo, a mi antiguo compañero del instituto de la primera promoción, Antonio Miguel Martín Martín, cómo, tras terminar las clases todos los días ¡a las siete de la tarde! ––por entonces la jornada escolar incluía un horario de mañana y tarde–– y aprovechando la escasa luz solar del día que quedaba, se iba pedaleando y estudiándose la lección, cuesta arriba, hasta La Gorgoracha, con el libro de Geografía abierto entre las manos y apoyado en el manillar de la bicicleta, porque cuando llegaba a la casilla de Peones Camineros que había a la salida del túnel en dirección a Vélez Benaudalla y a Granada, donde vivía con sus padres y sus hermanos, no había luz eléctrica y no tenía más remedio que estudiar y quemarse las cejas bajo la mortecina y débil luz de un candil de carburo. Recuerdo también, en este momento, a mi vecino del barrio del Camino de las Cañas, Paco Casares Antúnez, otro compañero mío de esa misma promoción, que tenía que levantarse todos los días a las seis de la mañana para ayudar a su padre a extraer el estiércol del establo de vacas de Jarabo, donde este trabajaba, e ir a asearse a su casa luego, raudo y veloz, para poder llegar al instituto antes del comienzo de las clases. O a Paco Garzón Pérez que tenía que repartir, a su vez, varias cántaras de leche a domicilio con su bicicleta antes del comienzo de las clases y continuar luego con la misma tarea, después de concluir el horario lectivo por las tardes en el instituto, pues su padre era lechero y tenía un corral de vacas. Como apenas tenía tiempo para estudiar ni para hacer los deberes por las tardes, se quedaba a estudiar por las noches, después de cenar, hasta altas horas de la madrugada, lo cual motivaba que algunos días se quedara dormido en clase. Don Juan de Dios, que conocía su penosa dedicación y su entrega abnegada a la precaria economía familiar, no solo no lo castigaba, sino que trataba de comprenderlo y volvía a repetir, con sumo cariño, una vez espabilado de sus cabezadas, la explicación del problema de Matemáticas que acababa de ofrecer en clase al resto de los alumnos. ¡Qué cultura del esfuerzo y del sacrificio tan admirable la de aquella generación de jóvenes motrileños! Es absolutamente necesario reivindicarlo y airearlo, ahora, ya que en esta sociedad en la que estamos acomodados, en estos tiempos tan frívolos que nos ha tocado vivir, dichos valores han quedado completamente devaluados y enterrados para siempre. Nuestro Premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio, en una entrevista que le hicieron poco antes de morir, mostraba su malestar y argumentaba que en esta sociedad actual, en este mundo materialista en el que vivimos, todo se ha convertido ya en ocio. ¡Cuánta razón llevaba el autor de El Jarama! En los tiempos que corren habrían denunciado ante la Fiscalía de Menores, con total seguridad, a todos esos padres de familia que «explotaban» a sus hijos en las actividades y trabajos familiares que acabamos de citar, acusándolos de maltrato infantil. Pero es que no somos hijos de un lugar, sino hijos de un tiempo.
Y es que Motril ––que según el censo municipal de 1965 contaba con 28.790 habitantes–– carecía de un centro público donde los jóvenes pudieran cursar estudios de enseñanza media. Nuestra ciudad solo disponía por entonces de tres academias particulares donde cursar por libre el Bachillerato: la Academia Balmes ––regentada por Germán Pérez Alles––, la Academia de San Estanislao ––propiedad de Estanislao Quiroga y de Abarca–– y la Academia Nuestra Señora del Pilar, dirigida por su propietaria, Trinidad Alcalde. También contaba con un centro privado de mucho prestigio por aquellos años como ha quedado dicho, el colegio de San Agustín, donde estudiaban, generalmente, los hijos de las familias más pudientes. Solamente existían en la ciudad dos colegios públicos para niños: el Cardenal Belluga y el Garvayo Dinelli, y otros dos para niñas: uno privado, dirigido por religiosas dominicas, Nuestra Señora del Rosario, y otro público, el Virgen de la Cabeza. Miguel Rodríguez Ruiz apuntaba en Recuerdo de un sueño compartido que los problemas más acuciantes y perentorios que tenía aquel atrasado Motril de principios y mediados de los sesenta, eran el analfabetismo ––debido al absentismo y al abandono prematuro del ámbito escolar de los niños para ponerse a trabajar a una edad temprana–– y la escasez de viviendas sociales para la clase trabajadora.
Motril, en la actualidad, con sus más de 60.000 habitantes, es una ciudad moderna y de servicios que cuenta ahora con una veintena larga de colegios públicos, seis escuelas infantiles con comedor incluido, seis institutos de educación secundaria, una residencia escolar ––los antiguos Colegios Menores––, donde se ofrece alojamiento y comida a los alumnos de toda la comarca que demandan una formación académica que no está implantada en sus localidades de origen, una red de bibliotecas públicas municipales compuesta por una biblioteca central ––la Biblioteca de La Palma–– y cuatro agencias de lectura para los distintos barrios de la ciudad, una Escuela Oficial de Idiomas, un Centro Público de Educación de Personas Adultas donde se ofrece educación permanente a los ciudadanos de Motril y sus anejos, un Aula Permanente de Formación Abierta dependiente de la Universidad de Granada, un Conservatorio Profesional de Música y un Centro Asociado de Extensión Universitaria de la UNED. ¡Cómo ha cambiado el cuento! Desde la cómoda atalaya del bienestar y de la opulencia de la sociedad en la que afortunadamente estamos instalados hoy en día, los españoles en general y los motrileños en particular, somos muy dados a criticar lo que tenemos, a expresar lo mal que funcionan las cosas, lo pésimo que está todo. Y es que todo es mejorable en esta vida, qué duda cabe, pero a veces es conveniente y absolutamente necesario mirar hacia atrás para que valoremos en su justa medida de dónde partíamos en 1965 y lo que hemos ido consiguiendo con el esfuerzo colectivo y con el paso del tiempo. Constantino Cavafis nos lo había advertido en un bello poema: «Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias». Porque cincuenta o sesenta años en la vida, sobre todo de una persona reflexiva y con memoria, son solo cuatro días. Y ha sido largo el camino para llegar hasta Ítaca. Pero Ítaca no era el destino. El camino, el largo, el espinoso, el duro, pero gratificante y placentero camino, ese era realmente nuestro destino. Nuestro poético destino. Y como nos enseñó Miguel Torga: «El poeta no tiene biografía, solo destino.
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